¿Los únicos privilegiados, los niños?
Por RG
Mar del Plata — A media mañana, cuando el centro se enciende de bocinas y vidrieras, aparecen ellos. Dos hermanos bajitos, buzos gastados, las manos en alto pidiendo pausa al volante para “acomodar” el auto. “Señor, ¿le cuidamos el coche?”, preguntan con una mezcla de urgencia y oficio. Nadie les enseñó a proyectar la voz; la aprendieron. Tampoco a leer horarios; el hambre no mira el reloj.
La escena que se repite
Se mueven entre autos y veredas como si caminaran una frontera. Señalan un hueco, hacen señas, reciben una moneda. Con suerte, un pan. “Somos de acá cerca”, dicen. “Volvemos cuando oscurece.” Los más grandes —o sea, de siete u ocho— “ayudan en casa”. Los más chicos —cuatro, cinco años— hacen lo mismo, pero sin saber decir por qué. No van al jardín. No conocen el aula. Conocen, en cambio, la coreografía del semáforo.
Nombres propios, vidas cortas
La conversación se parece siempre:
—¿Van a la escuela?
—No.
—¿Comen acá o en la casa?
—Acá, lo que nos dan.
—¿Sus papás trabajan?
—Sí, cuando sale.
La respuesta tiene el tamaño de la precariedad: changas, cartoneo, obra, limpieza. Cuando hay. El resto del tiempo la familia vive de un mosaico de ayudas, y los chicos salen a poner el cuerpo en el mismo territorio donde deberían estar más protegidos.
El círculo que los atrapa
No es casualidad; es sistema. Alquileres imposibles, trabajos temporarios, comedores que no dan abasto, jardines sin vacantes, escuelas que expulsan sin querer —falta de abrigo, de útiles, de desayuno— y un Estado que llega tarde. En esa suma, la calle se vuelve tutor. Y la ciudad, escenario de una desigualdad que naturalizamos a fuerza de verla todos los días.
Las excusas de los grandes
“Así aprenden a ganarse la vida”, dicen algunos. “Peor es robar”, otros. La excusa encubre la renuncia: ningún niño elige calle si la escuela lo espera, si el plato está servido, si la casa no se llueve. No es moral; es logística. Y política.
Qué se puede hacer mañana
- Centros de jornada extendida en zonas críticas (desayuno, almuerzo, apoyo escolar, juego) con cupos flexibles y equipos móviles que salgan a buscar a los chicos que faltan.
- Puentes escuela–familia: referentes que acompañen trámites, controles de salud, DNI, vacunas, pases escolares y que aseguren la permanencia en el aula.
- Ingreso familiar de emergencia y microcréditos para que las familias reemplacen el “ingreso” de la calle por trabajo y oficios, con compras comunitarias de herramientas y materiales.
- Espacios de primera infancia (0–5 años) con lactario, pañalera, estimulación, y transporte barrial para que el jardín sea posible.
- Intervención urbana de bajo costo: refugios de espera en esquinas peligrosas, señalización, baños públicos limpios, puntos de agua; porque la dignidad también es infraestructura.
Una ciudad que se mira al espejo
“No queremos que nos regalen nada”, suelen decir las madres. Piden lo básico: crédito chico, herramientas, cupos en jardines, una cita en el centro de salud que no se postergue tres meses. La respuesta no es caridad: es política pública con nombres propios.
Mientras tanto, estos chicos siguen ahí, trabajando a centímetros de la rueda de un auto, vendiendo estampitas que no compramos y sonriendo por una moneda que vale menos que un cuaderno. Si alguna vez repetimos que “los únicos privilegiados son los niños”, esta esquina nos recuerda que una consigna sin presupuesto es apenas tinta. Y que una ciudad se define por lo que hace —o deja de hacer— con sus más chicos.
✍️ Roberto Gomes (ex jefe de redacción diario El Atlántico MDQ)
Arquitecto, periodista, ambientalista, activador de conciencia urbana.
A Better World, Now Possible!
EcoBuddha Maitreya
©2025. All rights reserved. Conditions for publication of Maitreya Press notes

Deja un comentario