“Las hazañas de los pilotos argentinos en guerra”
Por RG
(síntesis narrativa amplia de la doble página del 9 de abril de 1989)
La escena inicial es un briefing en una mesa amplia: cartas náuticas, rumbos en lápiz graso, meteorología, combustible, armamento. Allí se decide lo esencial: hora en cabecera, altura de penetración, punto de escape, quién lidera y quién cubre. Después llega lo que no se dibuja: el pulso en la muñeca, el motor encendido y la pista que se acaba demasiado rápido.
La crónica reúne voces de Aviación Naval y Fuerza Aérea que, años después, cuentan cómo se vuela cuando el mar es enemigo. La palabra clave es bajo: bajo para entrar por debajo de los radares, bajo para que el cielo y el agua se confundan y la aeronave sea una costura en el horizonte. Ese vuelo rasante —que estresa estructura y nervios— requiere cálculo fino: combustible medido al mililitro, navegación casi ciega, referencias mínimas y una confianza absoluta en el numeral.
Los relatos recorren misiones antibuque, golpes de oportunidad, salidas frustradas por clima o fallas, y el arte de volver con lo justo. Aparecen las improvisaciones que hacen a la guerra real: repuestos que no llegan, armas que hay que “hacer conversar” con aviones para los que no fueron pensadas, mecánicos que valen oro. En más de una anécdota, la diferencia la marca la pericia en tierra: un cable, un sensor, una válvula, un cálculo a mano.
Se describe la doble presión de estos pilotos: esquivar interceptores y misiles, y a la vez “clavar” un blanco móvil defendido por anillos de fuego. En los ataques se repite una liturgia: llegar, ver, soltar y salir. No hay tiempos largos; hay segundos. Los testimonios insisten menos en los impactos y más en lo que esos impactos obligaron al adversario a hacer: dispersarse, gastar horas de vuelo, reorganizar defensas, mirar el mar con desconfianza. Ese desgaste es parte de la campaña.
La nota también muestra el costado humano. Amistades que se hacen de acero, silencios en el regreso, el ritual de contar una y otra vez una pasada “que podía no haber sido”. Y la sombra inevitable: los que no volvieron. Se nombra el vacío, se agradece al azar y al oficio, se evita la grandilocuencia. Hay respeto por el adversario y por los propios: se reconoce la capacidad técnica del enemigo y el aprendizaje que dejó cada encuentro.
En paralelo, asoma un cuadro mayor: coordinación interfuerzas, enlaces con superficie, comunicaciones que funcionan cuando todo quiere fallar, y la conciencia de estar peleando con recursos limitados. Justamente por eso, la palabra “hazaña” no se usa ligera: refiere a misiones donde la combinación de planeamiento, coraje y oficio permitió cumplir objetivos en un cielo extremadamente hostil.
El cierre deja una enseñanza que no envejece: la guerra aérea moderna no se gana en una sola pasada ni se explica con una foto; se sostiene con adiestramiento, mantenimiento, logística y doctrina, todos los días, incluso cuando nadie mira. La doble página recuerda a los pilotos por lo que hicieron en esos días —sí—, pero sobre todo por cómo lo hicieron: con profesionalismo, austeridad y una serenidad que, al contarlo, todavía impone silencio.
✍️ Roberto Gomes (ex jefe de redacción diario El Atlántico MDQ)
Arquitecto, periodista, ambientalista, activador de conciencia urbana.
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